El silencio permanece durante el trayecto de ida a la comisaría. Julia está avergonzada. Sus pequeñas manos transpiran y delatan sus nervios. Tiene miedo. Tiembla. La velocidad del auto no le permite ver hacia afuera con claridad pero a ella le parece que todos los cuerpos toman su forma y se convierten en él: su rostro se multiplica infinitas veces. Al descender, siente los granos de arena mezclarse con la humedad del pis en su traje de baño.
Julia Alvarez, 10 años, nacionalidad argentina. El comisario repite en voz alta las palabras del padre de Julia. El sonido de las teclas de la antigua máquina de escribir hace eco en la sala de entrada de la seccional.
Era el quinto año consecutivo que su familia veraneaba en Punta del Este. La rutina no variaba demasiado: enero, barco hasta Colonia, auto hasta la península. Días de playa y algún que otro paseo por la rambla. Ese año viajaron junto a la familia de Marina, una compañera del colegio de Julia. Alquilaron una casa al lado de la suya, en la parada diez de la mansa.
Domingo. El calor retrasa su llegada a la playa. Mientras los grandes desafían al tejo en la orilla y se meten al mar, Julia y Marina juegan a las escondidas. Pero la diversión no es esconderse y descubrirse entre sí, sino desaparecer y alarmar a los padres: primero fue el baño de hombres, después el carrito ambulante que vendía bebidas y barquillos. Hasta que descubren el lugar perfecto: un lugar elevado, desde donde no se escuchan voces ni el sonido del mar. Tardan diez minutos en llegar a la cima. Esquivan arbustos y ramas. Una vez allí, se sientan con las piernas cruzadas a esperar que alguien las sorprenda. De repente, Julia siente una respiración muy cercana detrás de su oreja izquierda. Marina esta a su lado. Al instante, una mano áspera se mete lentamente entre la malla y su piel, manoseando su intimidad. “Si gritás, te mato”, dice una voz masculina. “Quedate quieta y bien calladita”. Julia se da vuelta y lo ve: su mirada se posa sobre los pequeños y redondeados ojos de un hombre de unos cuarenta años, y en sus manos cubiertas de un polvo blanquecino. Marina quiere gritar pero su voz la traiciona. Julia siente paralizadas sus piernas. Se mantiene inmóvil. Muda. Obedece. Un nuevo roce la cautiva: sus pechos aún no desarrollados reaccionan y se endurecen. El cosquilleo en su estómago la desconcierta y le provoca, en idénticas cantidades, placer y ganas de vomitar. Se estremece ante un nuevo tacto. Espera que la secuencia se repita, una vez más, pero eso no sucede. Marina toma coraje y baja corriendo del médano en busca de ayuda, mientras que Julia ve al desconocido alejarse cada vez más.
Furioso. Así se puso el padre de Julia quien, al enterarse de lo ocurrido, inició una desesperada búsqueda en la playa para encontrar al agresor. Los oficiales de prefectura corrían de una punta a la otra y molestaban a los turistas con interrogantes para obtener alguna pista. Ninguno parecía dar con el perfil descrito por ella. Un stand de promoción de Coca Cola. Ahí lo vio. Mezclado entre la gente, camuflado entre gorros de paja y pareos coloridos, muy cerca de una mujer. Lo vio apoyándosela sin mucho disimulo mientras ésta esperaba recibir su regalo. Eran sus manos. Era él.
-Lo tenemos. Es albañil. Uruguayo. Tiene antecedentes. Necesitamos la colaboración de la menor para corroborar que sea él. Con suerte se come un par de años adentro. Y acá si que sus pares se van a encargar de sacarle las ganas de agarrarse pendejos.
Las palabras del comisario aliviaron al padre de Julia al mismo tiempo que avivaron su culpa: por haberla dejado sola, por no haberla defendido, por no haberla advertido sobre qué hacer ante una situación similar. Ella se mantuvo en silencio. Como si no pudiese dejar de cumplir con las órdenes impuestas por el desconocido.
-Papá te promete que esto ya termina y que nunca nadie más va a hacerte algo feo. Siempre voy a estar a tu lado para protegerte. Julia abrazó fuerte a su padre y se tranquilizó.
Al ingresar en el recinto contiguo, inmediatamente lo reconoció. Eran sus manos blancuzcas. Era él.
-¿Es él?, preguntó el oficial. Julia no respondió. ¿Es él?, insistió su padre. Julia movió la cabeza de lado a lado. Dijo que no y sonrió. Aún le parece ver su cara entre la gente.
Julia Alvarez, 10 años, nacionalidad argentina. El comisario repite en voz alta las palabras del padre de Julia. El sonido de las teclas de la antigua máquina de escribir hace eco en la sala de entrada de la seccional.
Era el quinto año consecutivo que su familia veraneaba en Punta del Este. La rutina no variaba demasiado: enero, barco hasta Colonia, auto hasta la península. Días de playa y algún que otro paseo por la rambla. Ese año viajaron junto a la familia de Marina, una compañera del colegio de Julia. Alquilaron una casa al lado de la suya, en la parada diez de la mansa.
Domingo. El calor retrasa su llegada a la playa. Mientras los grandes desafían al tejo en la orilla y se meten al mar, Julia y Marina juegan a las escondidas. Pero la diversión no es esconderse y descubrirse entre sí, sino desaparecer y alarmar a los padres: primero fue el baño de hombres, después el carrito ambulante que vendía bebidas y barquillos. Hasta que descubren el lugar perfecto: un lugar elevado, desde donde no se escuchan voces ni el sonido del mar. Tardan diez minutos en llegar a la cima. Esquivan arbustos y ramas. Una vez allí, se sientan con las piernas cruzadas a esperar que alguien las sorprenda. De repente, Julia siente una respiración muy cercana detrás de su oreja izquierda. Marina esta a su lado. Al instante, una mano áspera se mete lentamente entre la malla y su piel, manoseando su intimidad. “Si gritás, te mato”, dice una voz masculina. “Quedate quieta y bien calladita”. Julia se da vuelta y lo ve: su mirada se posa sobre los pequeños y redondeados ojos de un hombre de unos cuarenta años, y en sus manos cubiertas de un polvo blanquecino. Marina quiere gritar pero su voz la traiciona. Julia siente paralizadas sus piernas. Se mantiene inmóvil. Muda. Obedece. Un nuevo roce la cautiva: sus pechos aún no desarrollados reaccionan y se endurecen. El cosquilleo en su estómago la desconcierta y le provoca, en idénticas cantidades, placer y ganas de vomitar. Se estremece ante un nuevo tacto. Espera que la secuencia se repita, una vez más, pero eso no sucede. Marina toma coraje y baja corriendo del médano en busca de ayuda, mientras que Julia ve al desconocido alejarse cada vez más.
Furioso. Así se puso el padre de Julia quien, al enterarse de lo ocurrido, inició una desesperada búsqueda en la playa para encontrar al agresor. Los oficiales de prefectura corrían de una punta a la otra y molestaban a los turistas con interrogantes para obtener alguna pista. Ninguno parecía dar con el perfil descrito por ella. Un stand de promoción de Coca Cola. Ahí lo vio. Mezclado entre la gente, camuflado entre gorros de paja y pareos coloridos, muy cerca de una mujer. Lo vio apoyándosela sin mucho disimulo mientras ésta esperaba recibir su regalo. Eran sus manos. Era él.
-Lo tenemos. Es albañil. Uruguayo. Tiene antecedentes. Necesitamos la colaboración de la menor para corroborar que sea él. Con suerte se come un par de años adentro. Y acá si que sus pares se van a encargar de sacarle las ganas de agarrarse pendejos.
Las palabras del comisario aliviaron al padre de Julia al mismo tiempo que avivaron su culpa: por haberla dejado sola, por no haberla defendido, por no haberla advertido sobre qué hacer ante una situación similar. Ella se mantuvo en silencio. Como si no pudiese dejar de cumplir con las órdenes impuestas por el desconocido.
-Papá te promete que esto ya termina y que nunca nadie más va a hacerte algo feo. Siempre voy a estar a tu lado para protegerte. Julia abrazó fuerte a su padre y se tranquilizó.
Al ingresar en el recinto contiguo, inmediatamente lo reconoció. Eran sus manos blancuzcas. Era él.
-¿Es él?, preguntó el oficial. Julia no respondió. ¿Es él?, insistió su padre. Julia movió la cabeza de lado a lado. Dijo que no y sonrió. Aún le parece ver su cara entre la gente.