viernes, 27 de junio de 2008

Médanos: digamos que mi primer cuento. O el último.

El silencio permanece durante el trayecto de ida a la comisaría. Julia está avergonzada. Sus pequeñas manos transpiran y delatan sus nervios. Tiene miedo. Tiembla. La velocidad del auto no le permite ver hacia afuera con claridad pero a ella le parece que todos los cuerpos toman su forma y se convierten en él: su rostro se multiplica infinitas veces. Al descender, siente los granos de arena mezclarse con la humedad del pis en su traje de baño.

Julia Alvarez, 10 años, nacionalidad argentina. El comisario repite en voz alta las palabras del padre de Julia. El sonido de las teclas de la antigua máquina de escribir hace eco en la sala de entrada de la seccional.

Era el quinto año consecutivo que su familia veraneaba en Punta del Este. La rutina no variaba demasiado: enero, barco hasta Colonia, auto hasta la península. Días de playa y algún que otro paseo por la rambla. Ese año viajaron junto a la familia de Marina, una compañera del colegio de Julia. Alquilaron una casa al lado de la suya, en la parada diez de la mansa.

Domingo. El calor retrasa su llegada a la playa. Mientras los grandes desafían al tejo en la orilla y se meten al mar, Julia y Marina juegan a las escondidas. Pero la diversión no es esconderse y descubrirse entre sí, sino desaparecer y alarmar a los padres: primero fue el baño de hombres, después el carrito ambulante que vendía bebidas y barquillos. Hasta que descubren el lugar perfecto: un lugar elevado, desde donde no se escuchan voces ni el sonido del mar. Tardan diez minutos en llegar a la cima. Esquivan arbustos y ramas. Una vez allí, se sientan con las piernas cruzadas a esperar que alguien las sorprenda. De repente, Julia siente una respiración muy cercana detrás de su oreja izquierda. Marina esta a su lado. Al instante, una mano áspera se mete lentamente entre la malla y su piel, manoseando su intimidad. “Si gritás, te mato”, dice una voz masculina. “Quedate quieta y bien calladita”. Julia se da vuelta y lo ve: su mirada se posa sobre los pequeños y redondeados ojos de un hombre de unos cuarenta años, y en sus manos cubiertas de un polvo blanquecino. Marina quiere gritar pero su voz la traiciona. Julia siente paralizadas sus piernas. Se mantiene inmóvil. Muda. Obedece. Un nuevo roce la cautiva: sus pechos aún no desarrollados reaccionan y se endurecen. El cosquilleo en su estómago la desconcierta y le provoca, en idénticas cantidades, placer y ganas de vomitar. Se estremece ante un nuevo tacto. Espera que la secuencia se repita, una vez más, pero eso no sucede. Marina toma coraje y baja corriendo del médano en busca de ayuda, mientras que Julia ve al desconocido alejarse cada vez más.

Furioso. Así se puso el padre de Julia quien, al enterarse de lo ocurrido, inició una desesperada búsqueda en la playa para encontrar al agresor. Los oficiales de prefectura corrían de una punta a la otra y molestaban a los turistas con interrogantes para obtener alguna pista. Ninguno parecía dar con el perfil descrito por ella. Un stand de promoción de Coca Cola. Ahí lo vio. Mezclado entre la gente, camuflado entre gorros de paja y pareos coloridos, muy cerca de una mujer. Lo vio apoyándosela sin mucho disimulo mientras ésta esperaba recibir su regalo. Eran sus manos. Era él.

-Lo tenemos. Es albañil. Uruguayo. Tiene antecedentes. Necesitamos la colaboración de la menor para corroborar que sea él. Con suerte se come un par de años adentro. Y acá si que sus pares se van a encargar de sacarle las ganas de agarrarse pendejos.

Las palabras del comisario aliviaron al padre de Julia al mismo tiempo que avivaron su culpa: por haberla dejado sola, por no haberla defendido, por no haberla advertido sobre qué hacer ante una situación similar. Ella se mantuvo en silencio. Como si no pudiese dejar de cumplir con las órdenes impuestas por el desconocido.

-Papá te promete que esto ya termina y que nunca nadie más va a hacerte algo feo. Siempre voy a estar a tu lado para protegerte. Julia abrazó fuerte a su padre y se tranquilizó.

Al ingresar en el recinto contiguo, inmediatamente lo reconoció. Eran sus manos blancuzcas. Era él.

-¿Es él?, preguntó el oficial. Julia no respondió. ¿Es él?, insistió su padre. Julia movió la cabeza de lado a lado. Dijo que no y sonrió. Aún le parece ver su cara entre la gente.

Maldita bronquitis

Me duele la boca del estómago
Y la garganta
Y la cabeza
Y el cuerpo
Y me pica la nariz todo el tiempo
Y estoy harta de ver TV basura
Y de tomarme la fiebre
Y de estar en pijama
Y de toser
Y de no sentirle gusto a la comida
Ya quiero recuperarme

viernes, 20 de junio de 2008

A mí

Me importa que me importe y no me importa que no te importe.

¿Daria o Perla?

miércoles, 18 de junio de 2008

Un adagio para Ester

Se llamaba Ester pero le decían chochota. Nunca supe muy bien por qué. Alguna vez escuché que cuando era joven tenía los ojos rasgados y el pelo negro y largo, con trenzas, y que por eso le decían la china. Supongo que con el tiempo se fue degenerando –china, chinita, chinota- hasta convertirse en lo que quedó. Era la más callada de mis tres tías abuelas. También, la más subversiva. Su apellido era Bartolomeo pero debería haber sido Contreras: discutía hasta la composición del blanco. Era mentirosa y hábil como buena geminiana. Ni ella era mi tía favorita ni yo su sobrina pero aprendimos bastante una de la otra: yo, a hacer trenzas en la cola de un pequeño pony, y ella, los pasos básicos de la danza clásica. Tenía devoción por mi primo, el único varón de la familia. Se le notaba mucho. Cada vez que nos invitaba a comer a los tres sobrinos-nietos, hacía su plato favorito: milanesa a la napolitana con jamón. Lo hacía aún sabiendo que a mí no me gustaba. Yo protestaba pero nunca conseguía cambiar el menú. Al principio creía que su antipatía conmigo era una manera de reivindicar su protagonismo (ese que perdió el día en que nací yo, el mismo día en que ella festejaba sus sesenta años), pero después me di cuenta de que en realidad mi primo le caía mejor porque siempre le decía piropos. Y a ella le gustaba eso porque era muy coqueta y muy solterona. Una vez me escuchó decirle a mi mamá que yo no quería quedarme sola como la tía chochota y, desde ese entonces, todo empeoró. Dejó de invitarme a comer a su casa y no quiso más compartir la torta conmigo. Nos amigamos unos años antes de que falleciera. Creo que fue aquella vez que la visité en el geriátrico donde ella vivía. Ese día inflé globos, escribí un mensaje de feliz cumpleaños en la pizarra del living y le dediqué un adagio. Los abuelos estaban emocionadísimos. Ella aplaudía pero no decía mucho. Cuando terminé, dije que yo sabía que ella podía hacer lo mismo. Llorando, lo dije.

Diez



viernes, 13 de junio de 2008

Háganme el favor

En un edificio porteño se escucha:

Alguien que grita: ascensor
Una señora que responde: yo lo llamé primero.
Ruido hidráulico
La voz de una joven que se sube y pregunta: ¿me lleva?
La señora: mirá, lo voy a pensar. Después de los martillazos...

Silencio.
Y la joven: pero si no estamos en obra.
La señora: háganme el favor. Despeguen la cama de la pared.
Cinco pisos más de silencio.

jueves, 12 de junio de 2008

Hace 26 años

Que vivo en este mundo.

miércoles, 11 de junio de 2008

Dicen que soy ansiosa II

Mi mamá dice que soy ansiosa de nacimiento, declaración que viene acompañada de una anécdota que nunca falta en la mesa de cumpleaños: que casi nazco en el pasillo porque no llegaba a la sala de partos. De apurada, nomás. Así llegaste al mundo. Apurada. Así sos. Creo que algo de razón tiene. Debe ser por eso que la noche anterior al 12 de junio nunca duermo bien: me duele el estómago, tengo contracciones. De chica creía que era la ansiedad de recibir gente en casa y algunos regalos. Pensar en la ropa que iba a usar, en la decoración y las bolsitas para mis compañeros. Hoy, después de anoche, creo que es la ansiedad por la ansiedad en sí misma.

jueves, 5 de junio de 2008

Si no somos complicadas

miércoles, 4 de junio de 2008

Dicen que soy ansiosa


Antes de terminar de hacer pis ya estoy apretando el botón.

Bajo corriendo las escaleras mecánicas.

Cuando subo al ascensor aprieto el piso y, al segundo, el botón para cerrar las puertas.

No fumo, pero debería.

Antes de que el agua tome color, asfixio el saquito de te contra la cuchara.

El F5 de mi computadora está desdibujado.

Cuento los días como años

No lo creo.

lunes, 2 de junio de 2008

Shame on you

Dicen que:

-Soy naif y perversa.
-Estoy tan enamorada que doy vergüenza.

No podría negar ninguna de las dos afirmaciones. You know.

domingo, 1 de junio de 2008

Le cambió una letra pero entendió

Domingo. Tres de la tarde. Entro (mientras hablo por teléfono) a un bar en Palermo. Estoy sola.
Me ofrecen una mesa de dos, de la mitad del salón para atrás. Me siento. Corto. Me levanto y me cambio de lugar. Elijo una mesa ratona, también de dos, pero que tiene sillones y está cerca de la puerta. Al lado mío, tres treintañeros que fiché ni bien entré y que ya van por el postre. Le digo a la moza que prefiero quedarme ahí porque veo la calle.

Me atiende otra moza. Hace el vacío correspondiente. Pido una ensalada de palta, verdes, palmitos, tomate cherry y camarones salteados. Un agua tónica y mucho pan. Escucho:

-No es tacaño, es garca.
-No es la primera vez que lo hace. ¿Se acuerdan cuando se fue a Miami, de vacaciones? Pasó lo mismo.
-Ni un Toblerone nos trajo.
-Es un hijo de puta. No tiene vergüenza. Yo cuando me fui les traje algo a ustedes tres.
-No pido el mega regalo: aunque sea una gentileza.
-Al menos, a vos.
-Lo peor es que ayer me contó que había alquilado un Mini Cooper, que estaba recorriendo todo Londres. No es que se quedó sin plata.

A esta altura aún no relaciono voz con cara, pero me imagino que hablan de un amigo (tal vez un polista o un corredor de bolsa) que se fue a vivir a Londres un tiempo y que cuando volvió, no le trajo regalos a sus (tal vez) amigos. Me distraigo cuando llega mi ensalada: es abundante y el plato no es lo suficientemente hondo como para maniobrar. Antes de condimentarla, corto los verdes y los palmitos. Sé que me están mirando. Los chicos. Hacen silencio. Venimos bien: una chica sola, comiendo una ensalada cool, en un lugar cool, con tres sub treinta y cinco, guapos, sentados al lado. Controlo mis movimientos: no me perdonaría un cherry volador. Igual, estoy incómoda: el sillón es muy mullido y me cuesta mantener la espalda derecha. Revuelvo. Siguen:

-Debería acordarse de nosotros, que somos pobres y no viajamos.
-Y por lo menos arañar algo del free shop. Un whisky, unas cartas de sudoku, algo.
-Repito: no es la primera vez que lo hace.
-¿Para vos es motivo de enojo? (el que está pegado a mí, le hace esa pregunta al que tiene en frente)
-Para mí, sí. –determina-
-Estamos criticando mucho, ¿no? (esta vez, la pregunta es para mí, que casi no sonrío porque no sé si tengo perejil entre los dientes)
-Son peores que las minas. Yo me voy después de ustedes, eh.
Ellos sí sonríen. Me miran. Los tres. Ahora, que la mirada es recíproca y que estoy habilitada para espiar, asocio voz con cara, y retengo: sweater Polo azul con caballito bordado en rojo (el que usa eso es el que tengo más lejos y, como estoy sin anteojos para parecer un poco menos nerd, no veo más allá), pantalón de corderoy marrón con remera de algodón blanca con botoncitos (ese es el que está pegadito a mí), remera azul básica, gafas de sol Ray Ban, sentado en frente de los que ya mencioné. No es que me quiera hacer la modesta pero no hay mucho para detenerse en mí: mañanita tejida rosa y beige, jean babucha, zapatillas Nike, el modelo (nada original) del dedo. No make up.
Segunda pregunta:
-Decime. Vos: ¿cómo reaccionarías en mi lugar? –sigue, el que está más cerca de mí-
-Y (hago una pausa) Es motivo de fastidio más que de enojo. Aunque, ahora que lo estoy pensando, acabo de volver de viaje y no le traje nada a mis amigas ni a mis amigos.
Risas.
-Bueno pero contale –entra en diálogo el Polo boy.
-No, no quiero contarle.
Digo:
-Ahora te inhibiste. Ya escuché todo, además. Dale, hablá.
-Pará (dice, enérgico, el inhibido, que es el mismo que está sentado pegadito a mí)
-¿Vos cómo te llamas?
Trago.
-Me llamo Perla.
-Perla ¿Y dónde trabajas?
Respondo.
El que está en frente se saca las gafas y vuelve al tema.
-En realidad nuestro amigo está así porque es la pareja la que se fue de viaje y no le trajo nada.
No puedo no decir nada, sé que esperan que comparta mi visión femenina:
-Ah. Es tu novia, entonces. Hubiéramos empezado por ahí. Sí: definitivamente me enojaría.
Sigue el de las gafas.
-Le cambió una letra, pero entendió.
Pregunto:
-¿Una letra?
-Es que es novio: no, novia –aclara-.
El del sweater Polo, señala a los dos y dice:
-Son gays.
Trato de tomarme la respuesta con naturalidad, como si lo hubiese sospechado desde el principio, dejo de comer, sé que me estoy encorvando. Agrego:
-Igual, me enojaría.
El único hetero, el de sweater Polo –que ahora lo tiene sobre los hombros-, cambia de tema y me pregunta si tengo novio.
-Novio no, pero estoy saliendo con un chico que ahora está en un campo, en Pehuajó, con sus amigos y amigas del country. Espero dos cosas: que me traiga una golosina, y que cuando me muestre las fotos de sus amiguitas, esas con las que pasó todo el fin de semana y no conozco, que nunca vinieron a un cumpleaños, sean parientes de Betty, la fea, o tengan bigotes, o, en resumen, sean incogibles, porque si no, se arma.
Al que no le traen regalos (de ahora en más, pobre, lo llamo así) larga una carcajada demasiado aguda, demasiado obvia.
Para descomprimir, agrego:
-Así, que quedate tranquilo que no sos el único al que lo dejaron solo.
Se ríe, una vez más.
En ese momento llega mi amiga Clau. De alguna manera me tranquiliza verla. Me saluda y le digo que estoy con unos amigos nuevos. Recibe tres besos. No alcanzo a ponerla al tanto cuando veo que los chicos piden la cuenta. Debitan. Se abrigan. Se levantan. Al que no le traen regalos, el de gafas y el del sweater Polo.
-Chau, Perla. Un gusto.
-Igualmente.
-Adiós –dice, Clau, no sin simpatía-
Antes de abrir la puerta e irse, uno se da vuelta y dice: vos sos la que tiene que quedarse tranquila. Ese chico va a volver y se va a quedar con vos. Sabe que tiene caviar en casa.

Retórica

Me pregunto cuándo: cuándo voy a dejar de vivir en borrador. Al menos, cuándo voy a dejar de tener esa sensación. Y si se puede.