domingo, 30 de marzo de 2008

Alergia es alegría mal escrito

Los que no me conocen piensan que soy hipocondríaca. No creen que cualquier ventisca puede causarme un resfrío en pleno verano. No es algo que me sorprenda: una semana antes de empezar primer grado tuve varicela. Nadie de mi familia había tenido. Cuando volví del viaje de egresados de séptimo me agarré paperas. Tres semanas en cama. Nunca pude identificar quien me había contagiado. Tuve que postergar mi fiesta de quince porque me diagnosticaron mononucleosis. No conocía a ningún portador de tan extraño virus. Me convencieron diciéndome que era la enfermedad del beso y que seguramente alguien, a quien supuestamente había besado, estaba infectado. Por ese entonces, cabe aclarar, no tenía ningún noviete. Ahora, cuando me ven sacar el ventolín, me recomiendan que pruebe con homeopatía. Que es natural y milagrosa. Me preguntan si es por la humedad. Respondo que sí, que eso empeora el asma. Entonces, mejor probá con vitaminas. Una por día. Nadie se anima a contraindicar lo que tomo para el hipotiroidismo. No saben mucho de qué se trata. Lo que más me gusta explicar es lo de la alergia. Digo, para resumir, que soy alérgica a todo. No uso metáforas. Cuando me ponen cara de ¿qué es a todo?, enumero: a los ácaros, al pelo de perro, al polen, a los hongos, a los insectos, y al chocolate. Ahí sacan esa cara y la reemplazan por una de “pobre, es alérgica a todo”. Y freno. No menciono que no pude recibir mi diploma porque volaba de fiebre y que vomito antes de cada reunión de trabajo. Tampoco que me broto cuando estoy muy nerviosa. No soy hipocondríaca. Insisto. Mi cuerpo es sabio. Reacciona y se manifiesta. Da señales. Me defiende. Tiene su propio sistema inmunológico y lo activa cada vez que me encuentra en peligro. Es generoso: se enferma para preservarme. Lo hace mucho antes que yo. En el momento indicado. Y para cuando llega mi turno, el germen ya está débil y sentenciado, y lo único que me queda es darle la estocada final, no sin antes dejarle expresar su último deseo (que siempre es que no me contagie, que sea fuerte, que comience, de una vez por todas, a generar anticuerpos), para después velarlo y despedirlo y agradecerle el haber muerto por mí.

viernes, 28 de marzo de 2008

Betty Boop de cabotaje


Es, sin dudas, el mejor insulto que recibí. La prueba está a la vista.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Aviso parroquial

No soy de pedir. Y menos públicamente. Pero créanme que la causa es noble. Sé que se esperan órganos, hijos, vacantes, aumentos, oportunidades, perdones. Yo espero, pido, el Irizar. O la fórmula para alterar su estado de criogenia. O el láser con el que Batman amenazaba a Mr Freeze. Pido que se anticipe la época de deshielo y que dure todo el año. Que la mínima sea de cincuenta grados. Que el calentamiento global llegue de una vez por todas. Pido, espero, algo capaz de derretir el témpano. Una resolana, un océano de aguas termales, un beso a punto de ebullición. Algo.

Menú

Mojito.
Miga de pan rellena con tomate y aceite frescos.
Espuma de alcaucil.
Esculturitas de arroz en lago indio de curry.
Lágrimas de mandarina.
Unos besos.

lunes, 24 de marzo de 2008

Otra que Dow Jones

Yo debo estar invirtiendo en una bolsa sin fondo. No sé. Me parece.

sábado, 22 de marzo de 2008

Una cuestión de Fe

Digamos que me hicieron católica: me bautizaron, me obligaron a tomar la comunión y tengo madrina de confirmación. Fui a colegio de monjas. Me expulsaron en séptimo grado por apretar con un noviecito en la puerta. ¿No era que el amor era el sentimiento más lindo del mundo y que nosotros, los cristianos, debíamos seguir el ejemplo de Jesús y dar amor? Pero, Hermana, no se horrorice tanto: eso es lo que estaba haciendo. No llame a mi casa. Por favor. Por favor. Apenas unos besos sin lengua. No lo hago más. Si quiere se lo cuento al padre Manuel. Por favor. Creo que desde ese entonces dejé de hacerme la señal de la cruz al pasar por una iglesia. También, de confesarme. Ni siquiera me acuerdo entero el padre nuestro. Sí que siempre venía acompañado por un Ave María. Y que la seguidilla terminaba "y con tu espíritu". En algo soy coherente: no rezo para agradecer pero tampoco para pedir. No uso rosarios, ni guardo estampitas entre lás páginas de un libro. Ayer, sin embargo, comí pescado. Y me hice la dormida para seguir cumpliendo.

jueves, 20 de marzo de 2008

Ella dijo. Y yo dije.

Romina Paula se pregunta: ¿Vos me querés a mí?
Su casi homónima, mi gran amiga, Romina Paola, dice: y sin embargo te quiero.

Debe ser una cuestión de nomenclaturas.

Hoy no es viernes pero es como si lo fuera

Voy a mis documentos. Miro fotos. No están organizadas cronológicamente. Cada carpeta tiene el nombre de un acontecimiento: cumple, vacaciones, despedida, trabajo. Algunas, nombres propios. Como la suya. Botón izquierdo, doble click. Cantidad de elementos: dieciocho. En promedio: seis fotos por año. Sonrientes. Forzadas. La espontaneidad quedó fuera de foco. Sólo nosotros dos como modelos de una marca que ya no existe. Miro el facebook de mis amigas. Hay cientos. En la mayoría están solas. Sin pose. Distraídas. Ellos, sus novios, las retratan en situaciones cotidianas y hermosas: durmiendo, lavando platos, regando plantas, dándole de comer a sus hijos, recién levantadas, semi desnudas. Las aman en blanco y negro. En color. En sepia. Entiendo por qué nos separamos. Entiendo por qué lo primero que hice fue comprarme una cámara. Quiero un flash que me deje ciega.

miércoles, 19 de marzo de 2008

R/p

A mis amigas, cuando están así, les da por lo dulce. También por el alcohol. Nunca en su justa medida. Algunas veces mezclan: mojan el pico dulce en el whisky y adentro. Hacen chocotortas. Pochoclos. Fuman tabaco. Varios atados en un día. Cuando yo estoy así, se me da por el tomate. Es lo único que como. Camino, tomo agua, camino, tomo agua, y como tomate. Almuerzo y cena. Fumo. No tabaco. Es mi purga favorita.

martes, 18 de marzo de 2008

Why

Does my heart feel so bad

domingo, 16 de marzo de 2008

No, no vuelvo más.

Los dientes sucios
Las quejas de los vecinos
Las películas sin subtítulos
Los pelos en la bañera
El shampoo siempre vencido
El vidrio de la ventana de la cocina pegado con cinta scotch
El camino de ropa sucia hasta la puerta del baño
El control remoto que nunca funciona
El cementerio de inciensos
Las cubeteras vacías
Las púas mezcladas con los caramelos
La misa de los domingos
El olor a querosene
Estas son las cosas que no extraño.

viernes, 14 de marzo de 2008

Out of the office

Estaré fuera de la oficina for ever. Si es cliente, entérese de una buena vez que me cansé de brindarles apoyo terapéutico. No me especializo en trastornos de ansiedad. Si es una autodenominada celebrity y quiere reclamar un pago por algún trabajito para el que haya tenido que poner la jeta no más de media hora, piense bien si es creyente porque va a tener que reenviarle la factura a Dios (o a Palau que, por estos días, es casi lo mismo) Por mí, pueden irse todos, pero todos eh, bien al carajo.

jueves, 13 de marzo de 2008

Sí, quiero

Lo guardé en un cajón de mi mesa de luz. Con rencor. No sin tristeza. Era el segundo intento de deshacerme de él. El autobronceante no había alcanzado a disimular su marca en mi dedo anular. Ahí, en ese cajón, entre cremas, hebillas y curitas sin pegamento, estuvo durante algunos años. Tantos como los que duró nuestra relación. Pocas veces lo volví a ver. Me acuerdo que una noche lo saqué, lo hice girar sobre la mesa, y me lo probé: el mismo nombre, la fecha de un aniversario que no fue. Después lo perdí de vista. Pensé que lo había perdido. Pero hoy, mientras embalaba mis cosas para mudarme con él, lo encontré. Estaba ahí, en el cajón, entre cremas, hebillas y curitas sin pegamento. Intacto. Reluciente. Con tu nombre y una fecha que había olvidado. Macizo. Sin ningún signo de deterioro. El tercer intento no puede fallar. Lo saco. Voy a la calle Libertad. Lo pesan: veinte gramos. Me ofrecen doscientos pesos. Acepto. Entrego el anillo con tu nombre, te entrego a vos, que ahora sé que pesas veinte gramos: vendo mi pasado por doscientos pesos. Más tarde me encuentro con él. Lo invito a cenar. Le digo que tenemos algo que festejar. Al otro día recibo tu mail con la noticia del casamiento. Cada uno hace con sus fracasos lo que puede.

Quiero que vuelva

Deep waters won't scare me tonight

I'm drifting in deep waters
Alone with my self doubting again
I try not to struggle this time
For I will weather the storm
I Gotta remember
Don't fight it
Even if I
Don't like it
Somehow turn me around
No matter how far I drift
Deep waters won't scare me tonight

martes, 11 de marzo de 2008

Sequía narrativa

Cuando no estoy enamorada escribo más y mejor. Sueño con fragmentos de textos que al otro día escribo con cierta fluidez, como si el subconsciente me dictara cada palabra. Me sienta bien el dolor, la soledad. El silencio. La oscuridad. Aparecen los tonos precisos. Las imágenes que ahora busco sin éxito. Tanta alegría me está consumiendo. No me quejo. Miro cada tanto su fecha de vencimiento y sonrío cuando advierto que me quedan algunos meses. Dos. Tal vez tres. El apocalipsis no puede estar tan lejos.

lunes, 10 de marzo de 2008

¿Un turno para hoy?

Una pareja se acusaba mutuamente de haber abandonado a sus hijos de tres y ocho años. El hombre estaba convencido de que su mujer lo había dejado por otro, y ella se defendía diciendo que se había ido porque no soportaba más sus golpes. La conductora del Talk Show casi no intervenía. Al igual que los otros pacientes que esperaban en la sala, Pedro y Cecilia estaban atentos a la resolución del polémico caso. Durante las tandas, ella aprovechaba para atender las consultas telefónicas mientras hacia garabatos en su cuaderno: corazones, margaritas, globos, la letra P en estilo gótico. El la observaba desde lejos e intentaba descifrar su significado. Cruzaban miradas, se guiñaban el ojo: coqueteaban. Hasta que lo escucharon. El sonido era inconfundible. Los dos identificaron gemidos. Y Pedro, la voz de su mujer.

Cecilia usa polleras ajustadas con tajos que le llegan hasta la entrepierna. La blusa siempre adentro, prolijamente acomodada. No lleva soutien. A veces deja asomar sus ligas cuando cruza sus finas piernas por debajo del escritorio. Su sonrisa blanca y brillante delata su edad. Sus uñas siempre coloradas haciendo juego con su boca carnosa que deja una huella cada vez que se acerca al teléfono o bebe algún sorbo de agua. Es inevitable estar frente a ella y no sentirse atraído: la imagina montada encima de él, moviéndose con desenfreno. Gimiendo fuerte, pidiéndole más, rogándole que nunca la abandone. La gracia de su juventud contrasta con el letargo de los movimientos de Amanda, su mujer desde hace veinte años. Piel tersa versus piel con escamas. Sorpresa versus rutina. Firmeza versus flaccidez. Cecilia versus Amanda.

Al principio podía controlarlo. La miraba, y cuando lo advertía, ella sonreía, y él desviaba la mirada y, al instante, le hacía una pregunta intrascendente para disimular, o se sonaba la nariz, o hacía que buscaba algo en su maletín. La vio una vez por semana durante dos meses: eso duró el tratamiento. Siempre reservaba el último horario de la tarde. Se aseguraba de llegar al consultorio quince minutos antes del turno para hablarle. Pero casi nunca lo hacía. Se ponía nervioso y se atragantaba con las palabras: tartamudeaba. Desde uno de los asientos de la sala observaba atentamente sus gestos: cada movimiento suyo parecía formar parte de una coreografía. Un día, los quince minutos habituales de espera se convirtieron en media hora y la media hora en una: el doctor no lo anunciaba. Pedro sospechaba que algo sucedía. Hasta que ella lo encaró: el doctor Suarez tuvo un inconveniente y me avisó que no va a poder atenderlo hoy. ¿Quiere que le reserve otro turno? Pedro sabía que no podía desperdiciar esa oportunidad. Estaban solos. El doctor no vendría. Su mujer confiaría en que la consulta se hizo más extensa. Respiró hondo y le respondió que sí, que el próximo martes a la misma hora estaría bien. Y se fue. Cecilia se sorprendió al verlo parado en la puerta del consultorio. Pedro la invitó a salir. Ella aceptó. A partir de ese día empezaron a verse a escondidas. Primero un día por semana (después del turno), después dos y hasta tres. Sus encuentros eran intensos: nunca duraban menos de dos o tres horas. Charlaban, se revolcaban, charlaban, se revolcaban. Pedro nunca antes había sido infiel.

Un papel prolijamente doblado: una nota con letra y perfume de mujer. Eso encontró Amanda en el bolsillo de atrás del pantalón de Pedro mientras lo sacudía para llevarlo a la tintorería. Al leerla, palideció: “Soy una mujer que consigue lo que quiere. Y te quiero a vos. Cecilia”. Le temblaba todo el cuerpo. No entendía. No podía entender. Desde cuándo la estaba engañando. Con qué Cecilia. Por qué. Su Pedro. Nunca había sospechado de él. Se enfureció. Pensó en interceptarle las llamadas. Seguirlo. Revisarle su agenda, su computadora, sus cajones. Olfatearlo como un sabueso cada noche antes de dormir para identificar olores ajenos. Pero no. Eligió acompañarlo a todos lados, convertirse en su sombra. Conocer su entorno era el punto de partida para llegar a su amante. Le dijo que quería estar más cerca suyo, compartir más tiempo con el. Las compañeras de trabajo, la peluquera, la farmacéutica, y las mujeres operadas y bien mantenidas con las que se cruzaba cada mañana en el gimnasio: todas eran sospechosas, pero ninguna respondía al nombre de Cecilia. Cuando parecía haber agotado todas sus posibilidades, Amanda acompañó a su marido al médico con la excusa de iniciar, ella también, un tratamiento homeopático. Así fue como llegó al consultorio del Doctor Suarez.

-Buenos tardes, Cecilia. Mi mujer quiere atenderse con el doctor, anticipó Pedro.
Amanda se quedó helada.
-Puede ser el turno anterior o posterior al de mi marido? Así venimos juntos, agregó.
Cecilia asintió, tomó un papel y escribió: próxima consulta martes a las dieciocho horas.
Al leerlo, Amanda confirmó lo que sospechaba: su letra era la de aquella nota. Sin decir nada, Amanda guardó el papel en su cartera y se fue.

A la semana siguiente regresaron juntos al consultorio: mientras ella se atendía, el planeaba con Cecilia su próximo encuentro: sugerían lugares, días, nuevas coartadas. La escena se repitió durante dos meses. Finalmente llegó el día de la última consulta de Amanda: su tratamiento había concluido. Mientras estaban en la sala, Pedro y Cecilia se entretenían viendo en la televisión el caso de una pareja que se acusaba mutuamente de haber abandonado a sus hijos de tres y ocho años. Cruzaban miradas, se guiñaban el ojo: coqueteaban. Hasta que lo escucharon. El sonido era inconfundible. Los dos identificaron gemidos. Y Pedro, la voz de su mujer.

jueves, 6 de marzo de 2008

Tu vida transformó la mía

Le dicen el negro. Es pelado pero no siempre. A veces usa anteojos y una bata bordó intenso como el uniforme del colegio y una vincha roja. Ahí es cuando tiene pelo: largo y lacio, igualito al mío. No es muy petiso ni muy alto. Sus ojos se agrandan cuando sonríe. Eso sí pasa siempre. Parecen salirse de su órbita. Se agrandan, me espían, me amenazan. Tengo seis años. Él, algunos más que mi papá. Debe andar por los cincuenta. Lo veo en la televisión. En mi casa, en mi habitación, en el patio. En el recreo. En mis sueños. Juega conmigo a las escondidas. Es mi enemigo invisible. Lo veo. Persigue mujeres con faldas cortas y pechos exuberantes: las toca, las acaricia. Las llama “bebotas”. Dice que es un manosanta, que no sé muy bien lo que es. Debe ser como un cura, como el padre Manuel, pero con manos milagrosas. No sé. Mamá me dice que no hay que confiar en ese tipo de gente. Que si alguna vez se me acerca un señor así, que no le hable. Pero yo sé que a los grandes les causa gracia. Mi abuela también lo ve. Ve su programa y se ríe. Mi hermano mayor dice que es su ídolo. Hasta tiene fotos suyas pegadas en el placard. Desde que las descubrí, no lo abro. Es que no quiero verlo más. Cada vez que aparece, me hace temblar, me desvela. Abre tanto los ojos que parecen salirse de su órbita. No puedo disimularlo: mamá se da cuenta de su paso por mi ensueño cuando descubre las sábanas húmedas. Se enoja, me dice que estoy grande para esas cosas. Me pregunta por qué. No le respondo. Entonces se me ocurre preguntarle a ella por qué. Por qué siempre está ahí, tendido en la vereda, boca abajo, con los ojos saltones ya sin vida, pero aún abiertos. Mirándome. Le digo que no. No quiero volver de la escuela. No quiero terminar de comer e irme a dormir. No quiero dormir. No quiero verlo. El hombre de ojos saltones. Por qué mamá no hace nada para ahuyentarlo. Por qué insiste conmigo. Ya no tengo seis ni me hago en la cama pero sigue apareciendo, y me hace temblar, y me desvela, y ahora, hoy, mientras todos lo recuerdan, y la ciudad está empapelada de afiches con su cara, y los diarios le rinden tributo, y hacen monumentos para inmortalizar su figura, yo no hago otra cosa que esforzarme antes de cerrar los ojos para no verlo, para olvidarme de una vez por todas de él, el hombre de ojos saltones, sin pelo, que me mira fijo y todavía no sé bien por qué.

domingo, 2 de marzo de 2008

Todo sobre mi padre


Poesía de un (lejano y talentosísimo) amigo, Hernán La Greca. Enjoy.

DR. FREEZE

Hago hablar a mi padre.

Le pregunto por el color del autito que arrastraba a los siete miembros de la familia atado con un hilo a sus espaldas y que cada tanto volcaba por las imperfecciones de la tierra.
Se detenía para levantar a los caídos o arreglar el vestidito de alguna hermana.
Pero no se acuerda, tampoco, por qué me dejó tan pequeño.

Lo ayudo a recordar. Le hago retroceder hasta la espera del burgués en los pasillos del hospital, interrumpida por la urgente peregrinación de una camilla y el entusiasmo aprendido de la partera.

Miento o también oculto. No le digo lo que más odio de él. Cuando se hacía tarde y debía quedarme a dormir en su casa me despertaba en la mañana para verlo afeitarse apoyado en el marco de la puerta hasta el momento en que, sin aviso, retiraba la vista del espejo y me miraba, inmóvil, mitad hombre, mitad papá noel, como si le hubieran disparado el rayo congelador.