lunes, 10 de marzo de 2008

¿Un turno para hoy?

Una pareja se acusaba mutuamente de haber abandonado a sus hijos de tres y ocho años. El hombre estaba convencido de que su mujer lo había dejado por otro, y ella se defendía diciendo que se había ido porque no soportaba más sus golpes. La conductora del Talk Show casi no intervenía. Al igual que los otros pacientes que esperaban en la sala, Pedro y Cecilia estaban atentos a la resolución del polémico caso. Durante las tandas, ella aprovechaba para atender las consultas telefónicas mientras hacia garabatos en su cuaderno: corazones, margaritas, globos, la letra P en estilo gótico. El la observaba desde lejos e intentaba descifrar su significado. Cruzaban miradas, se guiñaban el ojo: coqueteaban. Hasta que lo escucharon. El sonido era inconfundible. Los dos identificaron gemidos. Y Pedro, la voz de su mujer.

Cecilia usa polleras ajustadas con tajos que le llegan hasta la entrepierna. La blusa siempre adentro, prolijamente acomodada. No lleva soutien. A veces deja asomar sus ligas cuando cruza sus finas piernas por debajo del escritorio. Su sonrisa blanca y brillante delata su edad. Sus uñas siempre coloradas haciendo juego con su boca carnosa que deja una huella cada vez que se acerca al teléfono o bebe algún sorbo de agua. Es inevitable estar frente a ella y no sentirse atraído: la imagina montada encima de él, moviéndose con desenfreno. Gimiendo fuerte, pidiéndole más, rogándole que nunca la abandone. La gracia de su juventud contrasta con el letargo de los movimientos de Amanda, su mujer desde hace veinte años. Piel tersa versus piel con escamas. Sorpresa versus rutina. Firmeza versus flaccidez. Cecilia versus Amanda.

Al principio podía controlarlo. La miraba, y cuando lo advertía, ella sonreía, y él desviaba la mirada y, al instante, le hacía una pregunta intrascendente para disimular, o se sonaba la nariz, o hacía que buscaba algo en su maletín. La vio una vez por semana durante dos meses: eso duró el tratamiento. Siempre reservaba el último horario de la tarde. Se aseguraba de llegar al consultorio quince minutos antes del turno para hablarle. Pero casi nunca lo hacía. Se ponía nervioso y se atragantaba con las palabras: tartamudeaba. Desde uno de los asientos de la sala observaba atentamente sus gestos: cada movimiento suyo parecía formar parte de una coreografía. Un día, los quince minutos habituales de espera se convirtieron en media hora y la media hora en una: el doctor no lo anunciaba. Pedro sospechaba que algo sucedía. Hasta que ella lo encaró: el doctor Suarez tuvo un inconveniente y me avisó que no va a poder atenderlo hoy. ¿Quiere que le reserve otro turno? Pedro sabía que no podía desperdiciar esa oportunidad. Estaban solos. El doctor no vendría. Su mujer confiaría en que la consulta se hizo más extensa. Respiró hondo y le respondió que sí, que el próximo martes a la misma hora estaría bien. Y se fue. Cecilia se sorprendió al verlo parado en la puerta del consultorio. Pedro la invitó a salir. Ella aceptó. A partir de ese día empezaron a verse a escondidas. Primero un día por semana (después del turno), después dos y hasta tres. Sus encuentros eran intensos: nunca duraban menos de dos o tres horas. Charlaban, se revolcaban, charlaban, se revolcaban. Pedro nunca antes había sido infiel.

Un papel prolijamente doblado: una nota con letra y perfume de mujer. Eso encontró Amanda en el bolsillo de atrás del pantalón de Pedro mientras lo sacudía para llevarlo a la tintorería. Al leerla, palideció: “Soy una mujer que consigue lo que quiere. Y te quiero a vos. Cecilia”. Le temblaba todo el cuerpo. No entendía. No podía entender. Desde cuándo la estaba engañando. Con qué Cecilia. Por qué. Su Pedro. Nunca había sospechado de él. Se enfureció. Pensó en interceptarle las llamadas. Seguirlo. Revisarle su agenda, su computadora, sus cajones. Olfatearlo como un sabueso cada noche antes de dormir para identificar olores ajenos. Pero no. Eligió acompañarlo a todos lados, convertirse en su sombra. Conocer su entorno era el punto de partida para llegar a su amante. Le dijo que quería estar más cerca suyo, compartir más tiempo con el. Las compañeras de trabajo, la peluquera, la farmacéutica, y las mujeres operadas y bien mantenidas con las que se cruzaba cada mañana en el gimnasio: todas eran sospechosas, pero ninguna respondía al nombre de Cecilia. Cuando parecía haber agotado todas sus posibilidades, Amanda acompañó a su marido al médico con la excusa de iniciar, ella también, un tratamiento homeopático. Así fue como llegó al consultorio del Doctor Suarez.

-Buenos tardes, Cecilia. Mi mujer quiere atenderse con el doctor, anticipó Pedro.
Amanda se quedó helada.
-Puede ser el turno anterior o posterior al de mi marido? Así venimos juntos, agregó.
Cecilia asintió, tomó un papel y escribió: próxima consulta martes a las dieciocho horas.
Al leerlo, Amanda confirmó lo que sospechaba: su letra era la de aquella nota. Sin decir nada, Amanda guardó el papel en su cartera y se fue.

A la semana siguiente regresaron juntos al consultorio: mientras ella se atendía, el planeaba con Cecilia su próximo encuentro: sugerían lugares, días, nuevas coartadas. La escena se repitió durante dos meses. Finalmente llegó el día de la última consulta de Amanda: su tratamiento había concluido. Mientras estaban en la sala, Pedro y Cecilia se entretenían viendo en la televisión el caso de una pareja que se acusaba mutuamente de haber abandonado a sus hijos de tres y ocho años. Cruzaban miradas, se guiñaban el ojo: coqueteaban. Hasta que lo escucharon. El sonido era inconfundible. Los dos identificaron gemidos. Y Pedro, la voz de su mujer.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me parece o sobre el final se te escapó un maría en lugar de cecilia?

digo, porque si no me perdí un poco.

Soy peregrinaperla dijo...

Gracias Faaaaaaa! ahora lo cambio.
un beso
P.-