No siempre fui quien dije ser. Ni tan buena amiga, ni tan fiel, ni tan transparente. Sé lo que es mentirle en la cara a un padre, a un profesor, a un jefe. A varios novios. Negué muchas verdades. Afirmé muchas mentiras. Lo hice en todas las dimensiones posibles: exagerando, minimizando, ocultando, tergiversando. La historia inventada me resultaba, siempre, más interesante que la propia. Carisma, me sobraba: mentía con el rostro de alguien que dice la verdad más absoluta. No miraba para el costado, no transpiraba, no nada. Con tanta convicción, mentía, que hasta yo misma me lo creía. Dormía en paz después de haber pronunciado las cosas más inverosímiles del mundo. Si me lo pedían, repetía el discurso sin titubear. Sabía cómo matizar los tonos para sensibilizar a mi interlocutor. Lo clásico, también lo hice. Borré mensajes de texto de la bandeja de entrada y de salida, llamadas recibidas, llamadas realizadas, agendé números de hombres con nombres de mujer. Pasé más noches en la casa de mi amiga Ana que en mi propia casa. Inventé salidas, destinos. Accidentes. Lavé ropa, mezclé perfumes. Dije no cuando era sí, mucho cuando era poco, amor cuando era calentura. Prometí cosas que jamás cumplí. Puse palabras de uno en boca de otro. Me atribuí virtudes que no tengo. Oculté defectos. Muchos. Creer que uno tiene el derecho de elegir qué decir y qué no. Eso me tranquilizaba. En el fondo, lo sigo sosteniendo. Uno es dueño de sus palabras y también de sus silencios. Pero me contradigo. Porque ahora, después de lo que pasó, sé que ya no quiero vivir entre irrealidades. El ahora nació el día en que él me descubrió. Fue aquella vez en la que dije haber visto un espectáculo en un teatro que esa noche, justo esa noche, no daba función. Mi coartada se cayó en una conversación de taxi de Palermo a Belgrano. La relación, también. El decía que estaba preparado para escuchar la verdad. La que no estaba preparada para decirla, era yo. Fue la única vez que me arrepentí. No me gustó sentirme como deben sentirse los abogados que defienden a alguien que se declara culpable. Nunca le pedí perdón ni le conté lo que había sucedido. Pero sé que se alegraría de saber que esa fue mi última vez. Me divorcié de él, pero también de ella. Y, por suerte, no hubo reconciliaciones. Ni siquiera un revival. Debe ser que no me seduce más, ella, ni me gusta ser su cómplice.
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6 comentarios:
Peor el sincericidio.
Creo. Qué sé yo. Capaz que tendría que pensarlo mejor. Pero si lo hago rompo mi estilo de hoy: entro, leo, me gusta, comento en una frase y me voy.
Ahora ya me demoré bastante.
Ufa.
Nunca sé si contestarte en mi blog o en el tuyo, Clau. Ya descubriste mis comportamientos suicidas, podemos seguir siendo amigas.
Contestá por acá, Clau. Conviene no regar esquizofrenia
Vamos por el quinto comment, Clau.
Yo, después de años, descubrí que me encanta decir la verdad. Nada más placentero. Bueno, sí, hay cosas más placenteras, pero no la mentira.
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