En cambio, Carlos me cae bien. Me cayó bien desde la primera vez que lo vi. Mejor dicho, desde el momento en que lo vi bajar de ese taxi. Se ve que se sintió mal cuando le dije que estaba en la puerta, que todavía no eran las ocho y que no había nadie para recibirme. Carlos dio la vuelta, abrió el taller para mí, y me saludó con un estrechón de manos. Ahí decreté que me simpatizaba. Habla muy bajo y dice lo imprescindible. No retruca. Quiero retapizar cinco sillas que son de mi abuela. Muy bien, dice. Punto. No pregunta si se murió, si la conocí, si hace mucho que no la veo. No se sorprende cuando digo que son cinco y no seis. A Carlos no le importa quien se va a sentar en mis sillas. Sí se entusiasma cuando le muestro mi tela con flores. Muy Para Ti, arriesga. Y sonríe. Caminamos por un pasillo descubierto y llegamos a su taller. Allí alberga muebles y porquerías de todas las abuelas del barrio. No sé desde cuándo me gustan las cosas antiguas pero son mi nuevo fetiche. No me siento cómoda con los colores estridentes y el minimalismo. Echo un vistazo a ese rejunte de madera. Busco un sofa con capitoné. Carlos piensa. Sacude un poco la pila, no sin delicadeza, y me llama. Mirá, este es antiguo. Retapizado te quedaría perfecto. Carlos me transmite esperanza.
Me apuro. Sé que me está esperando. Quedamos en encontrarnos a las siete. Tengo dos mesas de luz en el baúl y no puedo apurarme más porque no puedo doblar bruscamente. Atiende al primer ring y ofrece su ayuda para bajarlas del auto. El gesto me emociona de una manera un tanto exagerada. Carga una y después la otra. Las lleva hasta el fondo. Me pregunta qué hacemos. Las pintamos de blanco, respondo. Carlos asiente. Probablemente esté pensando que pintar de blanco una mesa de luz antigua, con una madera de un lustre que ya no se consigue, es arruinarla. Pero no dice nada. Es una persona muy discreta. Carlos.
Dice que llega a las diez y yo le creo. A las diez y cinco estoy ahí. Está recién afeitado y vestido de sport. Tiene una camisa a cuadros y un jean celeste clarísimo. Aún no es Carlos, el tapicero. Es un hombre de unos sesenta y largos, no muy diferente a los que veo cada mañana haciendo la cola en el banco nación de pacífico. Encontré esta banqueta, digo. También va de blanco, se adelanta Carlos, este hombre hasta ahora desconocido que más tarde se convertirá en mi tapicero. Esta vez sonrío yo.
Me apuro. Sé que me está esperando. Quedamos en encontrarnos a las siete. Tengo dos mesas de luz en el baúl y no puedo apurarme más porque no puedo doblar bruscamente. Atiende al primer ring y ofrece su ayuda para bajarlas del auto. El gesto me emociona de una manera un tanto exagerada. Carga una y después la otra. Las lleva hasta el fondo. Me pregunta qué hacemos. Las pintamos de blanco, respondo. Carlos asiente. Probablemente esté pensando que pintar de blanco una mesa de luz antigua, con una madera de un lustre que ya no se consigue, es arruinarla. Pero no dice nada. Es una persona muy discreta. Carlos.
Dice que llega a las diez y yo le creo. A las diez y cinco estoy ahí. Está recién afeitado y vestido de sport. Tiene una camisa a cuadros y un jean celeste clarísimo. Aún no es Carlos, el tapicero. Es un hombre de unos sesenta y largos, no muy diferente a los que veo cada mañana haciendo la cola en el banco nación de pacífico. Encontré esta banqueta, digo. También va de blanco, se adelanta Carlos, este hombre hasta ahora desconocido que más tarde se convertirá en mi tapicero. Esta vez sonrío yo.
Las últimas dos llamadas fueron a Carlos. Una para reclamarle las sillas, las mesas de luz y la banqueta. Otra para avisarle que pensaba llevarle la mesa, una biblioteca y no se cuántas cosas más con tal de no dejar de visitarlo, al menos durante los próximos meses.
2 comentarios:
Queremos tanto a Carlos.
mi sueño es ser tapicero.
o algo.
Publicar un comentario