Le dicen el negro. Es pelado pero no siempre. A veces usa anteojos y una bata bordó intenso como el uniforme del colegio y una vincha roja. Ahí es cuando tiene pelo: largo y lacio, igualito al mío. No es muy petiso ni muy alto. Sus ojos se agrandan cuando sonríe. Eso sí pasa siempre. Parecen salirse de su órbita. Se agrandan, me espían, me amenazan. Tengo seis años. Él, algunos más que mi papá. Debe andar por los cincuenta. Lo veo en la televisión. En mi casa, en mi habitación, en el patio. En el recreo. En mis sueños. Juega conmigo a las escondidas. Es mi enemigo invisible. Lo veo. Persigue mujeres con faldas cortas y pechos exuberantes: las toca, las acaricia. Las llama “bebotas”. Dice que es un manosanta, que no sé muy bien lo que es. Debe ser como un cura, como el padre Manuel, pero con manos milagrosas. No sé. Mamá me dice que no hay que confiar en ese tipo de gente. Que si alguna vez se me acerca un señor así, que no le hable. Pero yo sé que a los grandes les causa gracia. Mi abuela también lo ve. Ve su programa y se ríe. Mi hermano mayor dice que es su ídolo. Hasta tiene fotos suyas pegadas en el placard. Desde que las descubrí, no lo abro. Es que no quiero verlo más. Cada vez que aparece, me hace temblar, me desvela. Abre tanto los ojos que parecen salirse de su órbita. No puedo disimularlo: mamá se da cuenta de su paso por mi ensueño cuando descubre las sábanas húmedas. Se enoja, me dice que estoy grande para esas cosas. Me pregunta por qué. No le respondo. Entonces se me ocurre preguntarle a ella por qué. Por qué siempre está ahí, tendido en la vereda, boca abajo, con los ojos saltones ya sin vida, pero aún abiertos. Mirándome. Le digo que no. No quiero volver de la escuela. No quiero terminar de comer e irme a dormir. No quiero dormir. No quiero verlo. El hombre de ojos saltones. Por qué mamá no hace nada para ahuyentarlo. Por qué insiste conmigo. Ya no tengo seis ni me hago en la cama pero sigue apareciendo, y me hace temblar, y me desvela, y ahora, hoy, mientras todos lo recuerdan, y la ciudad está empapelada de afiches con su cara, y los diarios le rinden tributo, y hacen monumentos para inmortalizar su figura, yo no hago otra cosa que esforzarme antes de cerrar los ojos para no verlo, para olvidarme de una vez por todas de él, el hombre de ojos saltones, sin pelo, que me mira fijo y todavía no sé bien por qué.
jueves, 6 de marzo de 2008
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3 comentarios:
que feito, tener pesadillas con ese señor... a mi nunca me gustó, la verdad.
Muy buen exorcismo, Perla.
impecable y aterrador relato, emocionante. esos ojos se quedaron abieros para siempre ojalá logres con palabras que los cierre.
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