De ese año, del 98, sólo recuerdo un día. Hago el intento, busco -para contextualizar- títulos de canciones, películas, ropa de moda, y no encuentro. Nada. Soy incapaz de arriesgar qué materias aprobé y cuáles me llevé a diciembre. Qué libro estaba leyendo, si se usaba el cuadrillé o si todavía era la época de los vestidos de jeans y bucaneras. Tampoco sé a qué le tenía miedo. Ahora que lo escribo me doy cuenta de que hubiese querido recordar todo el año y olvidar (para siempre) ése día, aunque después, más adelante, me contradiga. Recuerdo que era viernes porque a la noche daban Rompeportones, y fin de semana largo, porque el 25 de mayo caía sábado. También que fue, ése, el único día de sol de aquel mes.
La directora y él interrumpieron la clase de geografía (en plena explicación sobre el movimiento de las placas tectónicas) para decir que necesitaban una alumna que haga de cocinera. El acto lo estaba organizando segundo año (yo estaba en tercero) pero la chica que se había postulado para ese papel estaba enferma.
El gimnasio de la escuela estaba desmantelado. Era desconcertante verlo así: no había red y los aros de básquet estaban amontonados en la puerta del baño. En el centro, unos bancos dispuestos en forma de cruz, con bandejas de empanadas y pastelitos. El olor a frito se sentía desde el patio.
Parece que va a haber degustación además de primera junta, pensé. El ensayo era casi tan serio como la cara de nuestro rector: sobre el escenario, sentados alrededor de una mesa vestida con un mantel rojo de una tela que encandilaba de tan brillosa que era, estaban los cinco: Saavedra, Paso, Moreno, Belgrano y Castelli. Me costó identificarlo a Agustín: tenía patillas (parecían reales a pesar de ser maquillaje), saco negro y pañuelo blanco en el cuello. Pero no era el único con ese atuendo: todos parecían ser la misma persona. Lo reconocí cuando me sonrió: sus hoyuelos, sus paletas apenas distanciadas; la picardía hecha sonrisa.
Se acercaba la hora del acto y los cursos de iban ubicando por fila, según los años, frente al escenario. Los próceres repasaban la letra en bambalinas. No era mi caso porque mi papel era mudo. Sólo tenía que repartir pastelitos cuando todos firmaran. Agustín me daba charla. Me hacía reír. Me arrinconaba. Me preguntaba cuándo iba a salir con él. Le prometí que muy pronto. Y ahí mismo hicimos una apuesta: yo me haría de Racing el día que nos diéramos un beso. Dije que sí porque sabía que eso no iba a suceder. Supe que él era Castelli al final del acto.
Hacía frío y había sol. A la salida estábamos todos en el kiosco de al lado del colegio. Ese era el lugar de encuentro de cada mediodía. Los chicos se escondían abajo del puente peatonal a fumar y las chicas aprovechaban para enrollarse la pollera del uniforme. Ahí estábamos Agustín y yo. El todavía con rastros de maquillaje y yo con olor a frito en las manos. Me preguntó para qué lado iba. Le dije para Haedo. Y él: para Ramos. Entonces, chau, Perla, hasta el lunes. Las despedidas con Agustín eran lindas. Porque él te estampaba la boca en el cachete y el beso hacía ruido a beso, jamás lo escuché hacer una onomatopeya. Nunca dio un falso beso. Nunca un cachete con cachete. Sus besos eran decididos, húmedos, cariñosos. Quisiera escribir que a mí me daba esos besos en exclusiva pero no es cierto. Igual, ahora lo sé, la vez que me corrió la cara y me dio un beso en la boca, fue diferente. O a mí me gusta pensar que conmigo, esa vez, fue diferente.
Le decían bicho canasto porque cuando nació era peludo y negrito pero yo no me enteré de eso hasta el día siguiente. Era sábado y llovía. Me despertó el teléfono y después mi mamá diciéndome esto: Agustín tuvo un accidente y se murió. Fue el 22 de mayo de 1998. Tampoco sabía que quería ser jugador de fútbol y que por eso entrenaba en Ferro, ni que su familia sabía de mi existencia. Me sorprendió escuchar a Teresita, su madre, cuando preguntó en voz alta quién era Perla. Nos dimos un abrazo muy triste.
Nos juntamos todos en la puerta del colegio, que ya tenía un cartel pegado avisando lo que había sucedido. No recuerdo cómo llegamos el velatorio ni cuánto tiempo nos quedamos. Pudo haber pasado toda la tarde. Me costaba creer que Agustín estaba ahí adentro. Era difícil imaginárselo sin vida, a pesar de no estar viéndolo así: sin respirar, sin sonreír; muerto. Agustín de quince, Agustín de Racing, Agustín sin arrugas. El mismo Agustín que hacía unas horas era Castelli y me había besado.
Si alguien me preguntara si creo que hizo, en su último día, lo que más deseaba, diría que no. A veces lo extraño.
La directora y él interrumpieron la clase de geografía (en plena explicación sobre el movimiento de las placas tectónicas) para decir que necesitaban una alumna que haga de cocinera. El acto lo estaba organizando segundo año (yo estaba en tercero) pero la chica que se había postulado para ese papel estaba enferma.
El gimnasio de la escuela estaba desmantelado. Era desconcertante verlo así: no había red y los aros de básquet estaban amontonados en la puerta del baño. En el centro, unos bancos dispuestos en forma de cruz, con bandejas de empanadas y pastelitos. El olor a frito se sentía desde el patio.
Parece que va a haber degustación además de primera junta, pensé. El ensayo era casi tan serio como la cara de nuestro rector: sobre el escenario, sentados alrededor de una mesa vestida con un mantel rojo de una tela que encandilaba de tan brillosa que era, estaban los cinco: Saavedra, Paso, Moreno, Belgrano y Castelli. Me costó identificarlo a Agustín: tenía patillas (parecían reales a pesar de ser maquillaje), saco negro y pañuelo blanco en el cuello. Pero no era el único con ese atuendo: todos parecían ser la misma persona. Lo reconocí cuando me sonrió: sus hoyuelos, sus paletas apenas distanciadas; la picardía hecha sonrisa.
Se acercaba la hora del acto y los cursos de iban ubicando por fila, según los años, frente al escenario. Los próceres repasaban la letra en bambalinas. No era mi caso porque mi papel era mudo. Sólo tenía que repartir pastelitos cuando todos firmaran. Agustín me daba charla. Me hacía reír. Me arrinconaba. Me preguntaba cuándo iba a salir con él. Le prometí que muy pronto. Y ahí mismo hicimos una apuesta: yo me haría de Racing el día que nos diéramos un beso. Dije que sí porque sabía que eso no iba a suceder. Supe que él era Castelli al final del acto.
Hacía frío y había sol. A la salida estábamos todos en el kiosco de al lado del colegio. Ese era el lugar de encuentro de cada mediodía. Los chicos se escondían abajo del puente peatonal a fumar y las chicas aprovechaban para enrollarse la pollera del uniforme. Ahí estábamos Agustín y yo. El todavía con rastros de maquillaje y yo con olor a frito en las manos. Me preguntó para qué lado iba. Le dije para Haedo. Y él: para Ramos. Entonces, chau, Perla, hasta el lunes. Las despedidas con Agustín eran lindas. Porque él te estampaba la boca en el cachete y el beso hacía ruido a beso, jamás lo escuché hacer una onomatopeya. Nunca dio un falso beso. Nunca un cachete con cachete. Sus besos eran decididos, húmedos, cariñosos. Quisiera escribir que a mí me daba esos besos en exclusiva pero no es cierto. Igual, ahora lo sé, la vez que me corrió la cara y me dio un beso en la boca, fue diferente. O a mí me gusta pensar que conmigo, esa vez, fue diferente.
Le decían bicho canasto porque cuando nació era peludo y negrito pero yo no me enteré de eso hasta el día siguiente. Era sábado y llovía. Me despertó el teléfono y después mi mamá diciéndome esto: Agustín tuvo un accidente y se murió. Fue el 22 de mayo de 1998. Tampoco sabía que quería ser jugador de fútbol y que por eso entrenaba en Ferro, ni que su familia sabía de mi existencia. Me sorprendió escuchar a Teresita, su madre, cuando preguntó en voz alta quién era Perla. Nos dimos un abrazo muy triste.
Nos juntamos todos en la puerta del colegio, que ya tenía un cartel pegado avisando lo que había sucedido. No recuerdo cómo llegamos el velatorio ni cuánto tiempo nos quedamos. Pudo haber pasado toda la tarde. Me costaba creer que Agustín estaba ahí adentro. Era difícil imaginárselo sin vida, a pesar de no estar viéndolo así: sin respirar, sin sonreír; muerto. Agustín de quince, Agustín de Racing, Agustín sin arrugas. El mismo Agustín que hacía unas horas era Castelli y me había besado.
Si alguien me preguntara si creo que hizo, en su último día, lo que más deseaba, diría que no. A veces lo extraño.
2 comentarios:
Me dejaste sin palabras.
Me gusto mucho.
beso
Que sea relato, Clau.
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