martes, 2 de junio de 2009

Chochota

Se llamaba Ester pero le decían chochota. Jimena no sabe muy bien por qué. Alguna vez escuchó que cuando era joven tenía los ojos rasgados y el pelo negro y largo, con trenzas, y que por eso le decían la china. Supone que con el tiempo se fue degenerando –china, chinita, chinota- hasta convertirse en lo que quedó. Chochota no sólo es la más callada de sus tres tías abuelas, sino también la más gorda. Gorda de lástima. Es que a ella siempre le daba lástima que sobrara comida: uy este huevito relleno, ¿cómo vamos a tirarlo?, ¿y este matambrito? no puede ir a la basura. Y así, de pura lástima, comía, comía y comía. Su apellido era Goncalvez pero Jimena no supo esto hasta el día en que murió Chochota. Durante más de diez años les hizo creer que su apellido era Howard y que su padre había sido pirata. Aunque esto último era verdad. A Chochota le gustaba mucho sentarse con Jimena y su hermano en el living de su casa de la calle Yapeyú a contarles, una y otra vez, la misma historia: que su padre había sido pirata de un barco inglés (an english ship, decía, acentuando la p) y que decidió retirarse y venir a la Argentina cuando conoció a su madre, en España, a fines de la gran guerra. A pesar de que era muy expresiva para hablar –cada dos palabras estrenaba un gesto que casi siempre incluía un movimiento de manos exagerado, y levantaba las cejas hasta desfigurarse cuando se disgustaba por algo- en contadas ocasiones dejaba entrever su gran sentido d el humor. Según la mamá de Jimena, había tenido algunos novios durante su adolescencia pero a todos los había terminado espantando con alguna grosería o un capricho infantil. No era nada fácil lidiar con ella. Se quejaba por todo: el clima, el volumen del televisor, los vecinos, la comida, la cola del banco, el tamaño de las letras del shampoo. Cuando la llevaban al médico, por ejemplo, durante el trayecto de su casa al consultorio se quejaba de un dolor que parecía ser mortal y cuando llegaba su turno, entraba airosa y decía que estaba ahí para hacerse un control de rutina. Jimena pensaba que era una vieja malhumorada y resentida. Y tenía razón: hacía padecer al mundo entero su soltería.

Hasta los nueve años Jimena no compartió con ella más de dos o tres cumpleaños (las veces que lograron convencerla de celebrar juntas arruinó la reunión fingiendo un dolor fuerte en el pecho o una indigestión). Después empezó a verla todos los días. Iba a buscarlos al colegio, a su hermano y a ella y los cuidaba por la tarde. Tenía devoción por su hermano, el único varón de la familia. Se le notaba mucho. Preparaba sus platos favoritos, lo dejaba mirar televisión después de almorzar y todos los días le daba plata para comprar figuritas. Hasta lo dejaba eructar en la mesa y, de vez en cuando, ella se divertía compitiendo con él. El trato con Jimena, en cambio, era apenas amable. La obligaba a hacer la tarea y a tejer y nunca la dejaba bailar en su living porque decía que se le rayaba el parquet con sus zapatituchas de punta. Jimena se aburría y las tardes se le hacían interminables pero no se animaba a contradecirla porque le daba mucho miedo hacerla enojar. La más mínima provocación podía desatar en ella un ataque de ira espeluznante. Al principio Jimena creía que su antipatía con ella era una manera de reivindicar su protagonismo (ese que perdió el día que en que nació, el mismo en que Chochota celebraba sus sesenta años), pero después llegó a la conclusión de que en realidad su hermano le caía mejor porque siempre le decía piropos. Y a una mujer solterona y mayor como ella, un piropo es capaz de alegrarle el día, la semana, el mes, la vida. De muchas maneras Jimena intentó ganarse su afecto. Le dedicó tarjetas españolas hechas por ella, la eligió como madrina de confirmación y una vez hasta llegó a ofrecerle de acompañarla al centro de jubilados del barrio para ver si conocía algún abuelo. Pero nada funcionó. Sus tarjetas no estaba colgadas en la heladera ni debajo del vidrio de su mesa de luz, rechazó sin el menor signo de remordimiento su propuesta, alegando que ella ya tenía un ahijado (que, por supuesto, era su hermano) y que ya estaba grande para andar correteando abuelos. Lo dijo así: correteando abuelos. Un día le escuchó decir a Jimena que cuando fuera grande no quería ser gorda y quedarse soltera como la tía chochota. Ese fue el día en que todo empeoró y también, la última vez que estuvo en su casa. Dijo que ya no podía cuidarlos y que prefería morirse antes de aguantar a una chiquilina maleducada. Después de eso, la familia de Jimena se molestó mucho con ella porque malhumorada o no, lo cierto es que la tía se ocupaba de ellos. Jimena trató de explicar que no había sido a propósito, que no había querido lastimarla y que, en definitiva, lo que había dicho era verdad: le daba miedo convertirse en la tía Chochota, contagiarse de su desgracia como una maldición. Quiso decir eso pero terminó diciendo que era una vieja de mierda que no se merecía que todos se preocuparan tanto por ella. Eso le costó algunos gritos y unas cuántas semanas de penitencia. Se prometió vengarse algún día.

Durante casi siete años Jimena no vio a la tía chochota ni supo nada de ella. No atendía el teléfono ni la puerta y ni siquiera aparecía para navidad. Se enteraron que estaba enferma porque llamaron de la obra social para avisarles que estaba internada y que debían trasladarla a un hogar porque ya no podía vivir sola ni moverse por sus propios medios. Un problema en la cadera y Alzeihmer. Eso tenía.

Jimena no dudó en acompañar a su madre al hogar. Durante el viaje permaneció en silencio pero no tanto porque estaba hablando con ella misma, pensando un plan y desechándolo, otro plan que tampoco servía, hasta que finalmente surgió uno que la convenció. Su madre le pidió que fuera cuidadosa con la tía y ella asintió con un gesto que dio la impresión que estaba preocupada por su estado de salud.

Cuando la vieron les costó reconocer a la tía (había dejado de ser gorda, estaba algo pálida y se sostenía con la ayuda de un andador que acababa de presentar como “su auto”). Ella no los reconoció y eso se le notaba en su mirada. Naturalmente, el primero en saludarla fue su hermano a quien, antes de darle un beso, le preguntó quién era, con una voz apenas audible que mezclaba extrañeza y algo de disgusto. Jimena estaba desconcertada. Si Chochota no sabía quién era su hermano mal podía acordarse de ella. Siguió su mamá y, por último le tocó el turno a ella.
-Hola tía, qué alegría volver a verla –dijo Jimena con una sonrisa falsa.
-¿Tía? ¿Vos sos mi sobrina? No puede ser. Hubiese recordado tener una sobrina tan linda como vos.
No supo qué responder. Le resultaba extraño verla hablar sin hacer ningún gesto, sin parecer exagerada. Pero más extraño era escucharla decir algo bueno sobre ella. Pensó que la tía se estaba burlando de ellos. Intentó provocarla:
-Pero ¿cómo? chochota ¿No se acuerda de mí? Soy Jimena, la hermana de Damián, su sobrino favorito. Cumplo años el mismo día que usted. No puede no recordarme.
-No sé quién sos ni de qué Damián me estás hablando.

Hubo un silencio que duró unos minutos y se rompió cuando en el afán de despabilarla, Damián arriesgó algunas preguntas cargadas de complicidad, referidas a anécdotas y gustos personales de la tía. Surgió un nuevo silencio que esta vez se extendió más y evidenció a una Chochota incapaz de dar señales de lucidez. Los buscaba con la mirada y cuando conseguía fijarla en alguno, giraba la cabeza y miraba para otro lado como si estuviera buscando a otra persona. Al rato volvió a preguntarles quiénes eran, y reiteradas veces por un tal Antonio, el médico del hogar. Se ve que ahora sí tenía ganas de andar correteando viejitos. Jimena se ofreció para ir a buscarlo. Estaba segura de que eso lo había entendido porque cuando terminó de decirlo la tía esbozó una tímida sonrisa. Jimena caminó hasta la cocina y ahí se detuvo. Observaba con atención el piso de madera del patio cubierto donde todas las tardes los abuelos tomaban el te, la cartelera de los cumpleaños, el cementerio de pastilleros sobre la mesada. Pensaba cómo actuar. Estudiaba la zona. Intentaba reconocer el personal y su recorrido. Calculó distancias. Identificó posibles vías de escape. Buscó una toma de electricidad. Salió de la cocina y regresó caminando hacia la entrada, sola, sin Antonio. La tía le creyó cuando ella dijo que no logró ubicarlo pero que no iba a tardar en hacerlo. Antes de irse, Jimena y su familia le prometieron a la tía Chochota que iban a volver pronto. Ella dijo: chau, si la veo a Nelly le digo que vinieron a visitarla.

Desde esa tarde, es decir desde la última vez que Jimena vió a su tía, hasta hoy pasaron tres meses. Ni bien entra al hogar reconoce el rostro de la enfermera que la recibe. Dice que su tía está en la habitación. Le pide que la anuncie y que por favor la traiga al patio porque tiene una sorpresa para darle. Allí hay un montón de abuelos y abuelas que se acercan a saludarla, confundiéndola con otra persona, y luego se van ubicando en las mesas, que ya están servidas para el te. La espera la pone nerviosa. Pero no es ese, en realidad, el motivo de su estado: hay más gente de la que había calculado aquella vez y no está muy segura de poder hacerlo. Pero sabe, también, que no puede echarse para atrás: tiene que cumplir con lo que se había propuesto. Aprovecha esos minutos para vestirse y prepararse. Repasa el plan. Ensaya mentalmente los movimientos. Pide que apaguen algunas luces. De repente, la ve venir: más flaca y más chiquitita. Desmejorada. Supo en ese instante que se había vuelto inofensiva y que no era capaz de ofrecer ninguna resistencia.
-Hola tía chochota
-¿Y vos quién sos?
-Vení. Sentate acá- la ubica en una de las mesas que están más cerca de la cocina, donde había encontrado el único enchufe disponible. Comienza a sonar la música y Jimena a deslizarse sobre el piso de madera. Se arquea hacia atrás. Se endereza. Relaja su cuello en forma circular. Se para sobre sus puntas. Despliega los brazos como un cisne. Gira. Se asegura de que cada giro termine frente a su tía pero no la mira. Eleva una pierna y salta. Gira una vez más. Sigue sin mirarla. Hace una contracción de torso. Se endereza una vez más. Acelera sus pasos, avanza, y luego se desliza hacia atrás formando ochos con sus pies. Se detiene cuando una de sus zapatillas de punta se traba con un tarugo que sobresale del piso. Entonces levanta la cabeza e improvisa una pose final. Los abuelos aplauden. La tía Chochota también. Cuando todavía la música sigue sonando, Jimena se acerca a su tía y le dice al oído: feliz cumpleaños.

13 comentarios:

¡Jotapé! dijo...

Muy bueno. Yo le decía piropos a mis antiguas supervisoras veteranas. Quedaban chochas, es cierto.

EmmaPeel dijo...

Me encantó esta versión Perlonga!

Aurora dijo...

Mi abuela también prefiere a mi hermana y siempre tiene algo malo para decir de mí...
Menos mal que me dicen Japo y no China jaja...

Muy atrapante!


A.-

buenaleche dijo...

me gustó mucho perloncha linda!

Siesta escandalosa dijo...

Qué buen relato, Clau.

Soy peregrinaperla dijo...

Gracias, Jotapé!

Emmita, fue la inspiración sanpedrense jaja!

Todos tenemos alguien a quien odiar en la familia, Aurora.

Bendix, ponete a escribir vos!!!

Clau, vos no opinas así. Dale, decime qué te hace ruido. Acá vale todo, amiga.

Aurora dijo...

Ja!
La historia no me molesta... me molesta que diga mi nombre. Por algo, lo cambié...

Aclaración

"Amiga de una ex, que tiene intensiones para con cierto familiar político suyo"


A.-

Soy peregrinaperla dijo...

intenciones de qué tipo y con quien? Aurora,usted está en sus cabales? De cualquier manera, cuente conmigo. MIentras que no sea con el hermano mayor...

Aurora dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Nadie Nunca Nada.- dijo...

Aurora, hay algo que no hayas dicho en tu blog?
Saludos.-

Aurora dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Soy peregrinaperla dijo...

NNN, aurora
se conocen, tienen sus mails y teléfonos, por qué mejor no discuten esto a puertas cerradas?
los quiero igual, eh.

Micaela dijo...

Me encantó el relato, creo que mas de uno se debe sentir identificado jaja